Me deslizo entre las sombras allí donde la brisa es más templada y la luz titubea. El campo es mío, aunque ya no dejo huellas. Aquí, en este rincón olvidado de la Mancha, soy humo, o algo más, soy la voz que el viento reclama a las espigas, un destello en la penumbra.
He visto a los gatos de aquí crecer en huecos de acero y tambalearse con la torpeza de quienes descubren el mundo. Algunos siguieron rutas invisibles, senderos tejidos con las llamas del fuego y la sombra de la luna, para venir a mi lado. Otros permanecen en el rumor continuo de la tierra y la lluvia. Aquí aprendieron la quietud del sol en el lomo, la humedad del norte, el crujir de las hojas secas bajo las patas, el canto madrugador de los gorriones reclamando comida.
Los que nos cuidan caminan entre los álamos, sus sombras se estiran y encogen sobre la tierra arcillosa. Se detienen junto a un cuenco, lo llenan de agua fresca o comida y hacen sus vidas como si aquel gesto fuera insignificante. Pero yo lo sé: cada gota en esos cuencos son un pacto silencioso, una promesa de protección. Mis hermanos, los vivos, aún no lo comprenden del todo. Creen que el mundo gira por azar, que el alimento aparece porque sí. Pero hay manos detrás de cada cosa, manos que han aprendido a dar sin esperar, a mirar sin exigir. Manos que también han sentido la pérdida y han seguido adelante.
Desde aquí veo la línea del horizonte, los milanos negros emigrando en el cielo, la sombra de un erizo entre los matorrales. Todo está en movimiento, incluso yo. No importa cuánto tiempo haya pasado desde que mi cuerpo se hizo polvo; sigo en el aleteo de una mariposa que se posa en una zarza, en los sonidos envueltos por las noches de tormenta. Porque la vida no termina, solo cambia de forma.
Aprended a mirar, humanos. Aprended a escuchar para sentir. Murmuraré historias que aún laten en los recuerdos. Porque hasta las briznas de hierba tienen una historia detrás, y en cada ladrido, en cada temblor de pétalos, en cada maullido hay un nombre que no debe olvidarse.
Yo soy Zarri. Estoy. Y seguiré contando. Empezamos.
He visto a los gatos de aquí crecer en huecos de acero y tambalearse con la torpeza de quienes descubren el mundo. Algunos siguieron rutas invisibles, senderos tejidos con las llamas del fuego y la sombra de la luna, para venir a mi lado. Otros permanecen en el rumor continuo de la tierra y la lluvia. Aquí aprendieron la quietud del sol en el lomo, la humedad del norte, el crujir de las hojas secas bajo las patas, el canto madrugador de los gorriones reclamando comida.
Los que nos cuidan caminan entre los álamos, sus sombras se estiran y encogen sobre la tierra arcillosa. Se detienen junto a un cuenco, lo llenan de agua fresca o comida y hacen sus vidas como si aquel gesto fuera insignificante. Pero yo lo sé: cada gota en esos cuencos son un pacto silencioso, una promesa de protección. Mis hermanos, los vivos, aún no lo comprenden del todo. Creen que el mundo gira por azar, que el alimento aparece porque sí. Pero hay manos detrás de cada cosa, manos que han aprendido a dar sin esperar, a mirar sin exigir. Manos que también han sentido la pérdida y han seguido adelante.
Desde aquí veo la línea del horizonte, los milanos negros emigrando en el cielo, la sombra de un erizo entre los matorrales. Todo está en movimiento, incluso yo. No importa cuánto tiempo haya pasado desde que mi cuerpo se hizo polvo; sigo en el aleteo de una mariposa que se posa en una zarza, en los sonidos envueltos por las noches de tormenta. Porque la vida no termina, solo cambia de forma.
Aprended a mirar, humanos. Aprended a escuchar para sentir. Murmuraré historias que aún laten en los recuerdos. Porque hasta las briznas de hierba tienen una historia detrás, y en cada ladrido, en cada temblor de pétalos, en cada maullido hay un nombre que no debe olvidarse.
Yo soy Zarri. Estoy. Y seguiré contando. Empezamos.
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